miércoles, mayo 19, 2010

Panamá, cartografía de la uva y la copa

Desde el asiento de copiloto del taxi de Gregorio Flores, nuestro conductor designado en la ciudad, vamos dejando atrás los rascacielos y aparecen las ruinas de Panamá La Vieja, y recuerdo un caluroso abril, con Marta embarazada, subiendo los peldaños de la torre, rozando las piedras como si quisiera osmóticamente absorber algo de historia. De repente un semáforo, un cruce a la derecha y el Parque Industrial de Costa del Este.

A Sergio Pitol lo conocí a finales de los ’90 en Caracas, en un minitaller de novela organizado por la Fundación Atempo que presidía el escritor venezolano Antonio López Ortega. Era el Pitol de los cuentos y las novelas y las traducciones. Todavía no había llegado el memorioso de El arte de la fuga o El viaje. Al menos no al papel.

Gregorio vacila en la dirección, pero luego los galpones se acaban y está la tienda de SDS Internacional, que desde hace unos seis meses refresca la oferta de vinos de la ciudad. En un recodo, tímido, está Martín, que, aun envuelto en vinos, no ha probado ninguno: “sólo algo de ron en las degustaciones”, dice en susurro confesional. Detrás del mostrador, con un cabello de medusa, exagerando los gestos, maestro de ceremonias de un circo de Baco, está Oriol Serra, alma de la distribuidora.

Pedí una entrevista con Pitol para un programa televisivo que tenía en una estación comunitaria del municipio Baruta en Caracas. Me senté con el Maestro en un banco a orillas de la piscina del Hotel Ávila: Pitol habló de Gógol, de Chéjov, habló de Jalapa, enumeró sus viajes. Camarógrafo y coordinador me hacían señas: debíamos cortarlo pero: ¿cómo se detiene el río de la memoria? Le di un apretón de manos y poco tiempo después, cuando leí El arte de la fuga, lo convertí en uno de mis indispensables. Pitol allí, citando a Antonio Tabucchi, comenta que el escritor no se mueve en las certezas sino en la incertidumbre y las caracteriza como una zona gris, pantano, lodo. Y, cada vez que escribo, peregrino hacia esa Meca.

Oriol Serra también se mueve en la incertidumbre. Si trae un vino de Montsant —Mas Franch, Coca i Fitó— lo hace porque conversó largamente con los productores, se “enamoraron” y él puede transmitir la pasión. Recorre su tienda, levanta la mirada y señala: “estos son los protagonistas”, mientras veo un enólogo en su faena. “Es un genio, un mago” dice Serra mientras detalla procesos de elaboración, condiciones del terroir, razones por la que se trata de vinos diferentes, únicos.

En la conversación, una mañana de miércoles, Serra saca un par de botellas y unas piedras: se trata de licorella, el “suelo sagrado” del Priorat. “Hay que lamerlas, es la única manera de sentir la mineralidad de estos vinos”, dice e invita. Uno, hipnotizado, se lleva la irregular pieza a la boca, estira la lengua primero con timidez, después con confianza resignada. Finalmente el sorbo de vino. Y la mineralidad. En su circo de Baco, Serra siempre parece tener la razón. Aunque, incómodo en las certezas, comenta: “pero ahora estoy escribiendo un artículo para indagar qué vino habría tomado Jesús en la Última Cena porque sé que no pudo ser syrah”, y comienza una nueva veta de conversación hasta que, cerca de las dos el deber llama: juega el Barcelona F.C. y Oriol debe seguir su otra pasión.

Gatsby desembarca en Marbella

He perdido la cuenta de las veces que he exigido leer Gatsby en un taller de literatura o cátedra universitaria. Exigido. Con rigidez de tallador de diamantes. Pero no entraña maldad mi ahínco sino más bien el deseo profundo de que compartan conmigo esas páginas que releo cada año. Los “locos años ‘20”, el glamour, el ascenso de Gatsby, su amor casi ingenuo con Daisy, ese sueño que se envolvía en la luz verde de la casa vecina y consumió su vida.

La primera vez que entré a la Wine Store de Felipe Motta en Marbella fijé los ojos en la fuente al fondo, flanqueada por Burdeos y Borgoña. Gatsby. En Panamá. En Marbella. Desde la botella que hubiera podido servir Jay Gatsby como aperitivo sencillo, hasta el plácido champagne o la oscura corpulencia venida de Médoc, Pauillac, Graves o Pomerol.

Seguramente Nick Carraway, el amigo de Gatsby y primo de Daisy, el narrador de la historia de Fitzgerald y quien al principio nos comparte esa máxima de su padre —“no juzgues a los demás, no sabes si tuvieron las mismas oportunidades que tú”— llevaría el carro de supermercado y organizaría con cariño fraterno las botellas, comentaría sobre alguna añada particularmente buena, buscaría un equilibro entre blancos y tintos. Tal vez le susurraría al oído que Daisy prefería los blancos italianos y Gatsby, subyugado, hubiera dejado atrás los vinos españoles y las joyas del Piedemonte para encontrar un Soave.

Los viajes a Felipe Motta de Marbella, las travesías al mundo del West Egg de Fitzgerald, las organizo de tal manera que no tenga límite de tiempo. Me fundo con la fantasía y al terminar, en la caja registradora, comprando la edición más reciente de Wine Spectator, y sólo si llevo muchas botellas, llamo de nuevo a Gregorio.

Vía España era una Fiesta

Siempre me he preguntado si la iluminación deficiente, si la estrechez de los pasillos del local de La Fiesta, en el cruce de Vía España con Vía Argentina, fueron calculadas a propósito para conservar el vino y dar al visitante una sensación de recorrer una cava profunda, una catacumba, de esas donde el moho, la humedad y el aislamiento “hacen” el vino, como en Hungría. Tal vez sólo sea descuido.

La austeridad del París de entreguerras, ese tono siempre otoñal que tiene Hemingway para describir su trajinar por los Jardines de Luxemburgo o la forma como rinde un café para conservar el derecho a estar sentado y garabatear notas que serán su próxima novela, un artículo periodístico que pagará la renta, un cuento, sus memorias, están también en esta licorería.

A la derecha el Nuevo Mundo, a la izquierda el Viejo, en estantes que presentan botellas colocadas en posición, horizontal, vertical u oblicua sin tanto concierto. Al fondo a la derecha, un escritorio donde una dama, calculadora en mano, atiende proveedores y saca cuentas.

Tomo un chardonnay californiano. ¡Herejía! Hemingway, el de Fiesta en la tarde, el de Por quién doblan las campanas, nunca preferiría un blanco. Cruzo del lado derecho por un pasillo de estrechez de convento y llego a los Rioja: crianza, reserva, gran reserva. Tomo una botella casi con aleatoriedad. Entonces recuerdo a Bécquer: “el recuerdo que deja un libro es más importante que el libro mismo”. Y pienso que pasa lo mismo con los vinos. Busco entonces una botella que me es mucho más familiar para dejar atrás esta Fiesta. “Nunca viajes con alguien que no ames”, dice Hemingway en París era una fiesta. Pago y tomo mi bolsa con la botella. No llamo a Gregorio porque el hotel está cerca en la calle Eusebio A. Morales.

(publicado en Panamá América, domingo 16 de mayo de 2010)

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